«Cuéntame algo», me dijo mientras avanzábamos hacia el centro. «Cuéntame algo», insistió cuando luego de algunas vueltas volvimos a llegar a una bifurcación llena de cactus. Silencio. No se me ocurría nada, atento a cualquier intempestiva embestida y a que no se rompiera el hilo, pero avanzamos tomados de la mano. «Ya se nos ocurrirá algo».
Era un laberinto tridimensional. Como un libro confuso, casi sin historia. Sólo sabíamos que en el centro debía estar el antagonista. No sólo las paredes se interponían en el camino, sino que en el piso había túneles sin salida, o escaleras que no llevaban a ninguna parte, sino a la galería que creíamos haber dejado atrás.
Si no hubiera sido por el calor hubiéramos podido andar todo el día. Cuando lo encontramos, desenvainé mi espada. No nos hizo caso, entretenido en mirar hacia el cielo, con los ojos rasados. «Vuela más alto, Ícaro, donde quiera que estés. ¡Vuela!»
«Llámenme Asterión», dijo volviéndose a nosotros. «Paz y prosperidad», añadió antes de teletransportarse.
Nos quedamos estupefactos. «Si salimos —le dije—, ya reinventaremos esta historia para nuestros hijos».
«O busquemos otro minotauro. No sigas el hilo».